Sabe todo aquel que se dedique a observar la naturaleza, que los animales no conocen el reloj. Si uno quiere filmar, fotografiar o simplemente observar a un animal salvaje en su hábitat, tiene que ser silencioso no menos ingenioso y extraordinariamente paciente. Conviene también ser invisible para lo cual, un hide (escondite), se antoja imprescindible.
En su interior, uno pasa largas horas a solas con sus pensamientos. Hoy tengo una cita con un mochuelo. Mientras espero su llegada, escribo estas líneas, con un ojo en el papel y otro en el exterior de mi escondite.
Los sonidos de la huerta me invaden. Con la emoción e incertidumbre de lo que está por venir, uno disfruta. Pese al frío o al calor y las notables incomodidades, el naturalista o documentalista está dónde siempre anhela estar: en la naturaleza. Feliz mientras intenta desentrañar uno de sus muchos y maravillosos secretos.
Así, sólo, el naturalista piensa en sus muchos amigos y familiares que no entienden su actividad. Bien por miedo, bien por indiferencia, nunca harían lo que él tanto disfruta. La mayoría de las personas ven inconcebible pasar horas de su tiempo completamente inmóviles, esperando ver, seguramente por unos pocos minutos, a un animal en su hábitat actuando totalmente ajeno a su presencia. Más aún cuando existe la más que probable posibilidad de que dicha espera sea en vano. Ellos están condenados a ver a un águila alimentar tiernamente a sus pollos, a un sapo cantar o a una lechuza cazar un ratón sólo en la televisión. Y para ver animales en vivo ya está el zoo.
Sin embargo, el auténtico amante de la naturaleza prefiere ver una musaraña salvaje que a un elefante en cautividad. Desea probarse a sí mismo, ver si sus conocimientos son capaces de atraer a las esquivas criaturas que ocupan sus pensamientos. Y si la espera es infructuosa, la Naturaleza siempre nos recompensa con bellísimos amaneceres y atardeceres, con el tacto de la hierba mojada, la niebla atravesando los árboles, con infinitos colores, olores y sonidos, placeres que nunca disfrutarán aquellos que sólo aspiren a ver animales en los zoos.
Finalmente, tras una agradable hora y media de espera y reflexión, el mochuelo vino. Esta vez hubo recompensa. Siempre la hay.
Texto: Carlos Micó.
Fotos: Eduardo Barrachina